Nacemos y recibimos un nombre. Este acto encierra la dinámica de la socialización, será nuestra carta de presentación al mundo. Hola, soy Julieta. Pero técnicamente, “me llamo” Julieta, o mejor dicho, me pusieron Julieta. Esta confusión terminológica no es para nada inocente y el hecho de igualar la identidad “soy” con la referencia recibida “me llamo” da cuenta de la influencia que ejerce lo externo sobre la construcción individual.
Hoy quiero hablar de la identidad a través del estudio de las funciones del lenguaje y, en particular, del “signo” y la “referencia” para intentar abordar y problematizar la elección del nombre como determinante para la construcción de la identidad individual.
El concepto de “referencia” está ligado íntimamente al estudio de las funciones del lenguaje porque da cuenta de la finalidad de la lengua para la humanidad: designar a la realidad. La referencia es definida como la relación biunívoca que se establece entre ciertas unidades o expresiones lingüísticas y una entidad del mundo o del universo creado en el discurso. Desde esta perspectiva, la referencia designa la propiedad del signo lingüístico de remitir a una realidad, ya existente o bien construida lingüísticamente(i). Es decir, cuando hablamos de cualquiera de los elementos del poema que encabeza este artículo nos representamos una idea y solo una de lo que significan.
¿Cómo logramos ese nivel de homogeneidad de signos con sus respectivas referencias? Este aprendizaje forma parte de nuestra socialización, aprendemos desde la infancia que cada elemento, experiencia o persona va a tener un nombre y va a seguir la misma dinámica que nuestra propia existencia. Yo existo y por eso recibo un nombre, entonces debo aprender a nombrar todo aquello que me rodea para acreditar su existencia. Nuestra familia se encarará de delimitar esas referencias para que no llamemos “silla” a un “sillón” aunque guarden una relación estrecha, por ejemplo.
Ahora bien, ¿quién se encargó de ponerle nombre a las cosas? La lingüística nos dirá que los signos son arbitrarios, es decir, que no existe una relación entre el sonido “oreja” y su representación conceptual, podría haberse representado fonéticamente con cualquier otra cadena de sonidos, pero por convención dentro de nuestra comunidad así lo decidimos y lo dejamos asentado en un diccionario.
Llegado este punto, creo que no hay un signo que desafíe más la relación biunívoca de los referentes como los nombres. El hecho de que me llame Julieta no genera una representación concreta de mi identidad en la mente de las personas que no me conocen, ni siquiera en la mente de aquellas que sí, porque cada una tendrá su propia idea sobre mí. Es más, todas las Julietas del mundo modificamos la referencia de ese signo al existir y desarrollar nuestra identidad individual. Si a la pregunta “¿Quién sos?” respondemos con nuestro nombre, la persona podrá formarse una representación mental que, por lo general, se enmarca dentro del binarismo. Si mi nombre es femenino, la persona sabrá que deberá utilizar pronombres femeninos para referirse a mí. Si podemos afirmar que existe una relación biunívoca entre un nombre y su referente, entonces está dada en la construcción de la identidad de las personas.
Desde mi punto de vista, existe una construcción colectiva e individual del nombre. La construcción colectiva del nombre refleja ciertas características socio-económicas, culturales, religiosas o étnicas que se infieren de una persona tan solo al oír su nombre. Un ejemplo: el nombre de una persona puede dar cuenta de su nivel socio-económico y, en consecuencia, afectar seriamente sus posibilidades de ser contratada en razón de los prejuicios y sesgos de quienes se encargan de seleccionar personal. Por eso existen distintas iniciativas como los currículums ciegos que apuntan a erradicar la discriminación en las etapas de selección de personal para garantizar un trato igualitario.
La construcción individual del nombre, por otra parte, es la elaboración interna por la que atravesamos para darnos a conocer al mundo. Se trata de una vivencia única y personal en la que, sin duda, la percepción colectiva juega un papel fundamental. Aquí quiero detenerme particularmente para dar cuenta de los problemas que se derivan al asociar un nombre con una identidad de género y, además, con una orientación sexual. Julieta = mujer heterosexual. Esa es la referencia que inmediatamente asociamos con un nombre porque el lenguaje hoy en día es binario y sexuado. Esta referencia se pone en tensión cada vez más porque las personas no binarias nos recuerdan que las referencias son convenciones que decidimos en conjunto y que ya va siendo hora de que revisemos algunas.
En síntesis, el nombre como signo escapa a la teoría lingüística en tanto no es posible asignarle una referencia unívoca. Sin embargo, sí encierra referencias en común que se construyen de manera colectiva principalmente en las esferas del género binario (masculino y femenino) y orientación sexual, además de las ya mencionadas.
Al socializarnos aprendemos a asociar estas referencias cada vez que conocemos a alguien. De alguna manera lo que hacemos con esa persona es clasificarla dentro de las categorías que aprendimos y dentro de este espectro tenemos en apariencia dos opciones: femenino y heterosexual o masculino y heterosexual. Dado que el nombre nos va a dar esta información a priori, vamos a esperar que la expresión de género de esa persona, es decir, la forma en la que manifiesta su género mediante su comportamiento y apariencia, se ajuste a las ideas que la sociedad considera apropiadas para ese género.
Si la persona no cumple con alguna de estas referencias, inmediatamente se nos activa una alarma que nos dice que algo no anda bien. La persona en cuestión que no se ajusta a nuestras “expectativas” se siente juzgada e incomprendida porque el lenguaje con su dinámica de signos y referentes convencional no puede dar lugar a su existencia. Y yo me pregunto: si las referencias que les asignamos hoy en día a los nombres son producto de construcciones históricas, económicas y sociales que en la actualidad están quedando obsoletas frente a la diversidad de existencias posibles, ¿podemos dejar estas referencias de lado?, es decir, ¿podemos dejar de asumir el género, orientación sexual y expresión de género de las personas que conocemos basándonos exclusivamente en su nombre?
El enorme peso que tiene el nombre que recibimos al nacer por las expectativas que la sociedad deposita en él nos fuerza a repensar nuestra construcción individual y a ejercer nuestra prerrogativa a la hora de decidir qué referencia asignarle. La arena sola decidirá llamarse arena y el mar solo decidirá llamarse mar, porque quienes modifican el signo no son ni más ni menos que cada una de las personas que utilizamos la lengua. Mi deseo es que desde la lingüística podamos reivindicar nuestra potestad convencionalista para resignificar nuestra identidad comenzando por nuestros propios nombres y seguir revisando aquellos signos que no sirvan para nombrar la realidad que intentamos construir. Si lo que asociamos a un nombre, entre tantas cosas, es la identidad de género, al menos la próxima vez podemos preguntar: ¿Cuáles son tus pronombres?
(i)Extraído del Centro Virtual Cervantes. Disponible en: https://cvc.cervantes.es/ensenanza/biblioteca_ele/diccio_ele/diccionario/referencia.htm
Imagen de Unicef